Volví a casa, la experiencia fue gratificante y enriquecedora, sólo hubiera querido dejar en el otro lugar la alforja de recuerdos, el dueño quizá los lanzaba al traste sin el mayor remordimiento, con eso me demuestro que aún no pierdo la estúpida manía de apenarme por los objetos que voy a botar: el lapicero, veo su rostro triste porque se sabe inservible; una tijera, cabizbaja y sin necesidad de mencionar palabra por el destino que lleva, sin filo ni vida útil; un cuaderno, ofreciéndome el cielo por dejarse usar un momento más, me convence argumentando que el fuego es atroz cuando lo toca, temiéndole más a que a la lluvia cortante o al barro enceguecedor. Termino conservándolos uno tras otro apilados en cajas y cajas, feliz de no contribuir con una nueva muerte y preocupado por los problemas que me dan tantas cosas almacenadas en la azotea de casa, por eso hay momentos que te envidio, tú no padeces de esa fea manía, te deshaces de todo antes de botarlo siquiera o antes de pensar que ya no lo necesitas, y no importa si no son objetos, no interesa si sienten, porque detrás de esos ojos no hay nada, sólo un cerrar de párpados que descubre cada vacío dejado por ti en el camino.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario