julio 12, 2004

Erro entre la podredumbre de primeras de Pro con sus esquinas inmundas, adornadas con cáscaras de mandarina recientemente degustadas por ávidos hocicos, devorados antaño por sedientas bocas y tímidamente asoma el recuerdo de alguna mano generosa extendiéndola brillante sobre los triciclos acumulados a lo largo de la calle, es esta, la primera entrada, que te recibe con brazos abiertos para sustraer tu cartera alegando en su sana defensa y conformismo el derecho a laborar, a horario fijo, en una profesión fácil y rentable además de ejercitante, pequeños piques de 20 metros, (luego de acceder al botín hasta hace segundos perteneciente a algún soñoliento hombre o descuidada mujer), endurecen las piernas y el frio les encuentra gran escollo para afectar.

Veo las dulces cañas en bolsitas de luca, que los ocasionales pasajeros degustan a duras penas, con el sol habiendo evaporado los abundantes jugos de una agradable planta, y el concho masticado lanzado al pavimento o al rostro de algún incauto en el paradero, trago saliva en medio de toda esta escena, con sus arroces sueltos, sus panaderías ambulantes expendiendo agradables, dulcísimos y sucísimos bizcochuelos, con aquel taxista conociendo a la víctima que al día siguiente saldrá en los diarios, violada y tal vez mutilada. Micros adrede detenidos esperando llenar el "segundo piso", y gente a sus anchas indiferente, reclamando, gritando para dentro de si mismos quién arreglará todo esto, pero convencidos en sobrevivir a la cuestión elemental, resignados a vivir sobre esa cuestión elemental.

Mi saliva es amarga, escupo a la pista y la veo combinarse en un barro negro como esta noche, cercano a la brea. Orines, mierda, y más comida define los límites de una putrefacta comunidad, de la que a veces me avergüenzo y en otras bendigo al momento de comprar para la semana, pues verduras, azucar y arroz allí son más baratas que en el Metro de Los Olivos.

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