junio 02, 2004

Un momento clásico en la vida de toda familia es cuando el novio de la hermana llega a casa, un acontecimiento insólito que descubre por fin cómo el hogar ha sido golpeado en su centro más delicado, no porque mi hermana sea centro, sino porque marca el inicio de la disolución de nosotros mismos, nos convertimos poco a poco en un mero recuerdo para el otro hasta terminar en tímidos 'me acuerdos que' o 'una vez hicimos esto', como los que menciona mi abuela de sus hermanos muertos, todos buen tiempo ya.

Un impulso me jala inevitablemente a cierto hecho aciago, trascendental e inolvidable, no son torres gemelas ardiendo ni trenes estallando, nada tan simple como mi propia frustración, lo que me produce el mismo miedo que un aparato estrellándose en un edificio y raya el pavor de ver cuerpos volando por los aires después de una explosión.

Me pongo de frente al espejo y empiezo a odiarme desde el más oscuro de mis cabellos hasta la última cicatriz de acné, rozando la curvatura de mi desviada nariz y esos ojos vacíos que reflejan lo que el vidrio refleja, un orzuelo que se resiste a desaparecer y la más honda de las tristezas dibujada en cada poro de mi cara, lo comprendo, sigo solo y no estoy haciendo nada por remediarlo.

Otro impulso me devuelve a la realidad y yo asustado, me escondo en mi habitación, no quiero ver noviecitos, ni ver a mi hermana, con la que no me llevo bien, soy el mayor de los hermanos y parezco una pobre cucaracha asustada como esas que descubro cada noche en la cocina, me llama la abuela, 'ven para que conozcas a tu cuñado' bromea jactanciosa, salgo despacio y veo a un puerco menudo, del tamaño de mi hermanita y que se ha cortado el cabello que me comentaron lo tenía largo, no veo a mi hermana, la veo a ELLA, la ira vuelve pero la controlo bien, regreso a la realidad y saludo al susodicho solemnemente, total, soy el mayor, hay que guardar las apariencias, aunque no me interesa su vida como tampoco la de mi hermana ni la de nadie... ya.

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