junio 13, 2004

En mi habitación siempre hay un niño observándome, aquella fotografía en blanco y negro de 50 por 70 cm, mantiene mucho misterio en su interior, sus ojos grandes y vivaces reflejan el flash de la cámara y ciertos berrinches, llantos, carcajadas y ridiculeces que le dan una calidad de testigo único de mis actos, mejillas amplias y distendidas dibujan una risa cómplice por las muecas que suelo ensayar y quizá un pensamiento optimista cuando me encuentro derruído y le pido un aliento, todo ese cuerpo aún frágil y rechoncho, apoyado en muebles que alguna vez existieron en mi hogar, demuestran una actitud de inocencia, carisma, confianza, empujándome a hablarle en ciertos momentos y el ingrávido adopta la misma actitud serena, orgulloso de sus blancos dientes de leche, lejanos por siempre del día en que deban caerse.

A veces creo ver su rostro inclinado hacia un lado, o su ceño fruncido ligeramente, pero sin perder su alegría, en otras, me llena de terror cuando se transforma en una risa diabólica, sus ojos pierden el brillo y aguzan frios lo más recóndito de mi alma, he llegado a taparlo con algún polo sucio o golpearlo con una truza usada para que no siga así de inquisidor, pero siempre su terca sonrisa y congelado optimismo vuelven, rindiéndome ante esa obstinada foto mia y haciendo más pacífica la convivencia, pues al final es la única en la que me veo sonriendo y en la única que disfruto de mi propia sonrisa.

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