enero 25, 2004

Soy un mago rebelde y suelo huir de los cánones de hechicería que rigen el deber y no deber entre los poseederos de las artes ocultas, de esas que le dan vuelta a la física de los movimientos y la materia, la que puede suspender el alma antes de caer al suelo y evitar que se destroce en mil pedazos, cosa que la física pronostica hasta el hartazgo.

Suelo andar por las calles hoy calurosas y llenas de rostros sudorosos, con grandes ojos negros de vidrio o cuerpos de ligeras ropas que no se guardan un poquito de calor, incluso lo provocan. Cual sombra que nadie sabe a quién pertenece, vago por los stands de un centro comercial, la magia no me sirve para crear dinero, pero sí para transformar sueños sencillos en realidad, sólo los más poderosos pueden transformarlo todo, recién lo oscuro se abre ante mi poco a poco, yo atento y destatento a la vez trato de absorber la oscuridad que alumbrará mi magia y la hará más grande, capaz de sacar a flote un barco, capaz de hacer llorar a las nubes o tal vez partir el mar en dos.

Pero no puedo usar mis poderes hacia mí mismo y mi conducta no puede ser modificada, eso no es una ley, es como querer cortarse el cabello uno mismo, prefiero que otra persona lo haga por mi. Sin querer observo las risas escandalosas de chicas que sólo saben de plástico, a un lado la orquesta que toca bulliciosa pero desastrosamente, más gente comiendo y yo sentado al lado de dos amigos de la universidad, donde se estudian cosas de mortales.

No hay chelas, la magia no puede ir contra las buenas costumbres (no en domingos), y a cambio una amena conversación da lugar, luego de un momento miro al costado, una mujer de ropas viejas y semblante geronte se acerca al ritmo de sus cansinos pasos a nuestra mesa, extiende su mano y de pronto las miradas cambiaron, una interrogación sale de nuestras cabezas acaloradas por el vaho de la multitud. El de frente mio extiende su mano con una moneda y la venia de la que apareció no se hace esperar, pasa a retirarse lentamente.

Pienso en hacerla joven, que a su rostro vuelva la brillantez de aquellos años de luz y calma, la tibieza de su sonrisa y resaltar su probable belleza, ahora escondida bajo las huellas y peso del tiempo, con esas canas tristes y evidente falta de cuidado, no se le puede pedir más a una anciana. En mi mente sus vestidos se revuevan, su rostro retrocede en el tiempo y de aquel ser cansado aparece una febril muchachita, más asustada que aquella mujer macerada por los golpes de una vida dura. No conviene hacerle algún hechizo, me reservo los derechos de prolongar el sufrimiento, dejar que se apague es lo único que queda, tal vez alegrarla en el camino sea lo mejor, pues pasó por nuestra mesa 3 veces a pesar que ya le habíamos dado algo.

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