enero 27, 2004

La carretera Panamericana (es con mayúsculas????) suele tener un atractivo especial, pues dada la enorme carencia de buenas costumbres de tránsito suelen ocurrir accidentes con demasiada frecuencia, si a algo debo un carácter frio para con los muertos, es a los perros atropellados a mitad de la noche por un bus interprovincial a 120 km o más por hora, a los cuerpos tendidos a mitad de la pista y por los que el tránsito llega a ser un caos, a los choques con olor a alcohol, o volcaduras en mi cara, esas cosas también me enseñaron la fragilidad de nuestra vida y lo bien que está marcado el fin de nuestra existencia, si existimos claro.

Dentro de esta enumeración de ocasiones, la mayoría suelen terminar en una expresión de asco contenida y cierta pena, pero el fin de semana anterior fue distinto, no hubo persignaciones, no hubo asco, no hubo pena, absoluta indiferencia, y es que la muerte, hoy, si no me toca de cerca, ya no me importa. Era extraño ver la escena del atropello con todos los participantes, el que manejaba, muy probablemente en su sano juicio, cogiéndose la cabeza y mortificado por el dolor que causará a la familia del finado, los acompañantes tan o más preocupados que el asesino involuntario, los policías que más que pena sienten la oportunidad de obtener algo con qué subir su sueldo y el auto del agresor que parece dibujar una mueca parecida a la de su conductor, ah y claro, el puente peatonal a 20 metros.

El ahora muerto no participa, dudo que se dibujen en su cerebro lleno de sangre las imágenes previas al desenlace fatal, con la vista al puente y el desdén por cruzarlo, los primeros pasos y el mal cálculo que lo llevan a ser uno más en la estadística. Como los diarios que lo cubren no permiten ver más de su cuerpo, sólo la cabeza destrozada, mi decepción empieza a crecer, especialmente cuando la combi que me lleva a casa pasa por dicho puente, tan indiferente como yo.

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